Tuesday, December 16, 2025

¿Cómo la "soft power" digital está cambiando las relaciones internacionales? por Marcel Gross

 





Índice:

  1. Hipótesis

  2. Marco conceptual
    2.1. Soft power: evolución del concepto
    2.2. Diplomacia pública y comunicación estratégica
    2.3. Redes sociales como nuevas arenas de interacción internacional

  3. Transformación de la diplomacia en la era digital
    3.1. La digitalización de la política exterior
    3.2. El papel de los algoritmos, la viralidad y la inmediatez

  4. Estudios de caso
    4.1. Ucrania y la diplomacia digital durante la guerra
    4.2. Corea del Sur y el K-pop como herramienta de soft power
    4.3. La competencia digital entre Estados Unidos y China

  5. Riesgos y desafíos del soft power digital
    5.1. Desinformación, propaganda y bots
    5.2. Diplomacia de crisis en redes sociales
    5.3. Deepfakes y amenazas emergentes

  6. Implicaciones para los Estados pequeños y medianos
    6.1. Oportunidades para aumentar influencia
    6.2. Limitaciones estructurales y brechas tecnológicas
    6.3. Estrategias de adaptación institucional

  7. Conclusiones

  8. Bibliografía











  1. Hipótesis:

El soft power digital está transformando las relaciones internacionales al permitir que los Estados, pequeños y medianos, ejerzan influencia global mediante estrategias de comunicación directa a través de redes sociales, superando las limitaciones tradicionales del poder material. Mi planteamiento es que la diplomacia digital, ha redefinido los mecanismos de legitimidad, persuasión y proyección internacional, al convertir la narrativa, la viralidad y el control informativo en componentes centrales del poder blando contemporáneo.

Sostengo que el soft power digital puede potenciar la reputación, visibilidad y capacidad de incidencia de un Estado siempre que exista una estrategia institucional coherente, profesionalización de la comunicación pública y capacidad para gestionar riesgos como la desinformación, la polarización y el uso malintencionado de algoritmos. A diferencia del soft power tradicional, basado en cultura y valores, el poder blando digital es más dinámico, inmediato y volátil, y depende tanto de la calidad del contenido, en este caso estatal, como de la interacción con actores no estatales. Esta monografía argumenta que los Estados que logren adaptar su diplomacia al ecosistema digital tendrán mayor capacidad para moldear percepciones globales, influenciar en decisiones internacionales y fortalecer su posición en el sistema internacional.

  1. Marco conceptual

2.1 Soft power: evolución del concepto.

El concepto de soft power fue introducido por Joseph Nye (1989) como una forma alternativa de comprender el poder en las relaciones internacionales. Frente a una visión tradicional centrada en capacidades militares, coerción y recursos materiales, lo que Nye denomina hard power, el soft power se refiere a la capacidad de un Estado para influir en el comportamiento de otros actores a través de la atracción, la legitimidad y la persuasión. Esta forma de poder opera mediante la generación de simpatía, confianza y deseo de cooperación. En su texto, Nye identificó tres fuentes principales del poder blando: la cultura, los valores políticos y la política exterior cuando es percibida como legítima y moralmente válida.

A partir de los años 90, el concepto comenzó a ganar popularidad debido al contexto de la Post-Guerra Fría, la proyección de la democracia, la globalización y la interdependencia económica incrementaron la relevancia del atractivo más que de la coerción. Países como EEUU, Francia, Reino Unido, Japón o Corea del Sur desarrollaron estrategias explícitas de comunicación internacional con el fin de consolidar su imagen e incrementar su influencia. En este período, el soft power se consolidó como un elemento complementario de la política exterior tradicional, especialmente útil para Estados con recursos materiales limitados pero con ventajas culturales.

Otros autores ampliaron el concepto, investigadores como Melissen (2005) y Cull (2009) subrayaron que el soft power depende tanto de la calidad del mensaje como de la credibilidad del emisor, y que la atracción no puede fabricarse sin coherencia interna. Cull propuso una tipología que incluye dimensiones como la escucha, la promoción cultural, la diplomacia de intercambio, la comunicación estratégica y la diplomacia de redes, ampliando la comprensión del soft power como un proceso más que como un recurso estático. Estas contribuciones enfatizan que el poder blando requiere instituciones profesionales, políticas públicas consistentes y una narrativa nacional clara para ser sostenible.

Considero que en los últimos 15 años, el desarrollo tecnológico y la expansión de las redes sociales han transformado el concepto de soft power. La comunicación dejó de ser manejada únicamente por Estados o medios tradicionales y pasó a circular a través de plataformas digitales que funcionan con lógicas de algoritmos, viralidad y fragmentación de audiencias. Esto dio origen a lo que diversos autores denominan soft power digital, una evolución del concepto original en la que la capacidad de atraer depende, en gran parte, del posicionamiento en ecosistemas digitales, de la habilidad para generar contenido relevante y de la interacción con comunidades transnacionales en tiempo real.

Esta transición implica un cambio estructural: el soft power ya no se construye únicamente desde la cultura o la política exterior formal, sino también desde fenómenos emergentes como el K-pop, los líderes de opinión digitales, las campañas virales y los ecosistemas mediáticos descentralizados. Estados que antes no tenían gran capacidad de influencia han logrado aumentar su visibilidad gracias al manejo de redes sociales. Al mismo tiempo, la rapidez de la comunicación hace que el soft power sea más volátil, vulnerable a crisis de reputación y susceptible a campañas de desinformación.

2.2 Diplomacia pública y comunicación estratégica: 

La diplomacia pública ha evolucionado en la última década, impulsada por la expansión de los entornos digitales y la creciente interdependencia de la información, Melissen (2011), la considera como el conjunto de acciones de un Estado para influir en la opinión pública extranjera mediante intercambios culturales, educativos o informativos, que hoy opera en un ecosistema mediado por plataformas digitales, algoritmos y dinámicas virales. Para Cull, (2019), la comunicación estratégica se ha vuelto un componente esencial para gestionar percepciones, moldear narrativas y posicionar la identidad internacional de un país ante audiencias globales que ya no actúan sólo como receptoras, sino como creadoras y creadoras de contenido.

En este escenario, la diplomacia pública ya no se limita a transmitir mensajes oficiales a través de canales institucionales. Ahora requiere interactuar en tiempo real con actores diversos, cuyos aportes pueden amplificar o contradecir los intereses del Estado. La comunicación estratégica permite articular estas interacciones de manera coherente, alineando objetivos políticos con narrativas que resuenen emocional y culturalmente con las audiencias. La credibilidad se convierte en un recurso central,  sin ella, los mensajes fracasan en un entorno digital saturado de información - desinformación y ruido mediático.

Asimismo, la diplomacia pública exige análisis para comprender cómo circulan los mensajes, algoritmos y cómo se configuran comunidades en redes sociales. El uso de datos permite diseñar estrategias segmentadas y medir el impacto de las campañas, identificando qué narrativas fortalecen el posicionamiento internacional de un país y cuáles no. De esta manera, la comunicación estratégica no solo difunde contenidos, sino que estructura una visión de largo plazo sobre la reputación digital del Estado, permitiendo anticipar crisis, gestionar controversias y aprovechar oportunidades de visibilidad positiva.

Finalmente, la unión de la diplomacia pública y la comunicación estratégica redefine el ejercicio del poder blando. La proyección cultural, los valores democráticos o el liderazgo en determinados temas se vuelven visibles de manera inmediata, porque todo se observa, se comenta y circula en tiempo real en las redes sociales. No basta con tener políticas o valores; es necesario mostrar cómo se ponen en práctica y cómo se comunican, porque las audiencias globales juzgan a los Estados no solo por lo que dicen, sino por lo que hacen y cómo esos hechos se cuentan en los espacios digitales. En este sentido, la diplomacia pública digital se ha vuelto un espacio para que los Estados expliquen quiénes son, su actuar, defiendan su posición y ganen credibilidad frente al mundo. 

2.3 Redes sociales como nuevas arenas de interacción internacional

Las redes sociales se han consolidado como espacios donde no solo circula información, sino donde también se construye poder, influencia y legitimidad internacional. A diferencia de los canales diplomáticos tradicionales, estas plataformas permiten interacciones directas entre gobiernos, líderes políticos, organizaciones internacionales y ciudadanos de todo el mundo. Esta dinámica crea un entorno en el que los Estados deben competir por la atención y la confianza de audiencias globales, desarrollando mensajes que sean claros, atractivos y coherentes con su imagen internacional.

Además, las redes sociales han democratizado el acceso a la comunicación internacional. Actores que antes no tenían un papel protagónico como activistas o migrantes, ahora participan en debates globales y pueden influir en la percepción de un país. Esta apertura obliga a los Estados a monitorear el ecosistema digital y ajustar sus estrategias para responder a tendencias, narrativas emergentes o crisis informativas que pueden escalar con rapidez.

Las plataformas digitales también funcionan como espacios donde se negocian símbolos, significados y narrativas sobre temas de política exterior. Una publicación viral puede reforzar o criticar la postura de un Estado, y un error comunicacional puede amplificarse, afectando su reputación internacional. Por ello, las redes sociales se han convertido en un componente importante de la diplomacia moderna, donde la gestión de la información y la credibilidad es relevante.

Finalmente, el uso creciente de las redes sociales por parte de líderes mundiales ha transformado la práctica diplomática en sí misma. X, TikTok o Facebook se han vuelto herramientas para anunciar decisiones de política exterior, reaccionar a acontecimientos internacionales e incluso enviar mensajes simbólicos a otros gobiernos. Esta “diplomacia en tiempo real” introduce nuevas oportunidades, pero también riesgos: un mensaje mal interpretado o una campaña mal diseñada puede generar tensiones diplomáticas o conflictos narrativos difíciles de revertir. 

  1. Transformación de la diplomacia en la era digital

3.1 La digitalización de la política exterior:

La transformación de la diplomacia ha reconfigurado la forma en que los Estados formulan, comunican y ejecutan su política exterior. Las plataformas digitales, la aceleración de la información y la creciente interconexión global han reducido las barreras entre las cancillerías y las audiencias, ampliando tanto el alcance de la acción estatal como la velocidad con la que se construyen narrativas. Como lo mencionamos anteriormente, la diplomacia ya no se desarrolla únicamente en espacios formales y cerrados, sino también en entornos abiertos donde la opinión pública puede intervenir y moldear la percepción de un país en tiempo real.

La digitalización de la política exterior implica una adaptación de las cancillerías a un ecosistema comunicacional dominado por plataformas tecnológicas. Esto incluye la profesionalización del manejo de redes sociales, el desarrollo de estrategias de comunicación digital alineadas con los objetivos nacionales, el uso de análisis de datos para entender audiencias y el diseño de mensajes claros, coherentes y rápidos. Las cancillerías, el día de hoy, se ven obligadas a integrar capacidades tecnológicas, desde unidades de monitoreo digital hasta áreas especializadas en la gestión de reputación global, ciberseguridad y diplomacia pública digital.

Como lo menciona Dorantes (2023), la digitalización también ha modificado la lógica tradicional del poder del Estado. En un entorno donde “el primero que comunica, gana”, la capacidad de influir depende no solo del contenido del mensaje, sino de la credibilidad del emisor y de su habilidad para insertarse en conversaciones dominadas por la inmediatez. Actores no estatales, líderes de opinión digitales y organizaciones de la sociedad civil, compiten y conviven con las cancillerías en la construcción de narrativas internacionales, lo que obliga a los Estados a fortalecer su presencia digital para evitar que vacíos comunicacionales sean llenados por información incompleta o adversa.

Asimismo, la digitalización ha permitido a los países posicionar agendas y prioridades de manera estratégica, con costos reducidos y mayor alcance. Estados pequeños y medianos, como Ecuador, pueden amplificar su voz, promover candidaturas, defender intereses nacionales en espacios multilaterales y proyectar una imagen coherente con sus valores y políticas. Esta horizontalidad informacional democratiza el escenario internacional, pero también exige mayor profesionalismo para evitar riesgos asociados a la desinformación, ciberataques, manipulación de contenidos y crisis de reputación.

Finalmente, como lo menciona Sánchez (2014) la política exterior digital no solo transforma los medios de la diplomacia, sino también su contenido. La capacidad de anticipar tendencias globales, leer el comportamiento de audiencias y responder a eventos internacionales en cuestión de minutos se ha convertido en un componente esencial de la formulación de estrategias diplomáticas contemporáneas. En este sentido, la diplomacia digital complementa, pero no reemplaza, la diplomacia tradicional: ambas se unen para generar un ecosistema más dinámico, interactivo y sensible a las percepciones públicas, donde la gestión del soft power adquiere una importancia creciente.

3.2 El papel de los algoritmos, la viralidad y la inmediatez

En el ecosistema digital, la circulación de información depende del funcionamiento del algoritmo de plataformas como X, Facebook, TikTok, Instagram o YouTube. Estos algoritmos determinan qué contenidos se visibilizan, en qué momento y para qué tipo de audiencia, priorizando elementos como la interacción, la novedad, la emocionalidad o la polarización. En este sentido, los algoritmos se han convertido en actores invisibles que median entre emisores y receptores, reconfigurando las lógicas de poder comunicacional.

La viralidad, por su parte, constituye un fenómeno directamente vinculado con la lógica  de los algoritmos. Los contenidos que alcanzan mayor difusión suelen tener contenidos más emocionales y que se adaptan al formato de cada red social. Esta dinámica introduce un nuevo modelo en la comunicación política y diplomática: el de la competencia por la atención. A diferencia de la comunicación institucional clásica, más formal y jerárquica, el nuevo entorno exige flexibilidad, adaptación y estrategias visuales de alto impacto.

La inmediatez es otro rasgo determinante. En un entorno saturado de información y marcado por el “tiempo real”, la capacidad de reacción ante eventos se ha transformado en una ventaja competitiva para cancillerías. La lentitud en la respuesta oficial puede ser interpretada como debilidad, silencio o desinterés, mientras que una respuesta temprana, aunque no siempre precisa, permite moldear el marco narrativo del acontecimiento desde el inicio. Por tanto, la diplomacia digital contemporánea ya no solo requiere precisión, sino también sincronía con los ritmos y formatos del ecosistema digital.

En este contexto, donde el Estado debe repensarse como emisor y gestor de narrativas en un entorno regido por la viralidad y los algoritmos. Como señalan autores como Sánchez (2014), la diplomacia digital no reemplaza la tradicional, sino que la reformula, extendiéndola hacia un ecosistema comunicacional más dinámico, emocional e interconectado. Este enfoque obliga a los Estados a adoptar una lógica narrativa más ágil y simbólica, capaz de insertarse en conversaciones virales y resonar con audiencias internacionales.

Los siguientes estudios de caso: Ucrania en el contexto de la guerra con Rusia, Corea del Sur y el uso internacional del K-pop como herramienta de soft power, y la disputa digital entre Estados Unidos y China, permiten observar cómo distintos países han integrado esta nueva lógica comunicacional. Estos casos muestran de qué manera los gobiernos modernos no solo informan, sino que compiten por atención, moldean percepciones y disputan legitimidad en plataformas donde la política se mediatiza, se fragmenta y se viraliza. Comenzando por el estudio del caso de Ucrania.

  1. Estudios de Caso:

4.1 Ucrania y la diplomacia digital durante la guerra:

La guerra en Ucrania constituye uno de los ejemplos principales del uso táctico de la diplomacia digital por parte de un Estado en conflicto. Desde el inicio de la invasión rusa en febrero de 2022, el gobierno ucraniano, encabezado por Volodímir Zelensky, desarrolló una estrategia comunicacional centrada en la presencia constante en redes sociales, con mensajes breves, emocionales, audiovisuales y adaptados a los formatos digitales. Como lo menciona Kan (2024), Zelensky no solo habló como jefe de Estado, sino como símbolo de resistencia, articulando una narrativa que buscaba empatía global, apoyo político y movilización internacional.

Este modelo de diplomacia digital se apoyó tanto en la inmediatez de las plataformas como en la capacidad de generar contenidos virales: videos grabados en locaciones bombardeadas, discursos en vivo dirigidos a gobiernos extranjeros, y publicaciones en X con llamados específicos a gobiernos, empresas y organizaciones multilaterales. La estrategia apelaba directamente a la lógica algorítmica: cuanto más emocional, simbólica y rápida era la comunicación, mayor era su difusión y resonancia. El resultado fue una amplia cobertura mediática, un fuerte respaldo de la opinión pública internacional, y una presión digital que facilitó decisiones de apoyo material por parte de países occidentales.

Además, como destaca Kan (2024), Zelensky utilizó canales como Twitter, Facebook y Telegram no solo para informar, sino para coordinar acciones diplomáticas e influir en la toma de decisiones globales. En cuestión de días, su estrategia de comunicación logró movilizar apoyo político, sanciones económicas, asistencia militar y financiera, demostrando cómo la diplomacia digital puede tener impactos reales.

Por último, la narrativa digital del gobierno ucraniano también incluyó estrategias para contrarrestar el relato ruso mediante el uso de testimonios, imágenes e información sensible compartida directamente con audiencias globales. La difusión de mensajes que evidenciaban crímenes de guerra y violaciones a los derechos humanos, fortaleció la posición de Ucrania y consolidó su imagen como defensora de los valores democráticos y de la legalidad internacional. En este caso, la diplomacia digital ucraniana no solo complementó la diplomacia tradicional, sino que la potenció mediante una narrativa pública digitalizada, en tiempo real y logró posicionar a Ucrania  como actor en la defensa de su soberanía y del orden internacional basado en el derecho internacional.

4.2 Corea del Sur y el K-pop como herramienta de soft power

La República de Corea se ha convertido en uno de los casos más ejemplares de cómo un Estado puede transformar industrias culturales en un instrumento de influencia internacional. Lo que comenzó con fenómenos virales como el baile de “Gangnam Style” y evolucionó hacia el impacto global de bandas K-pop, así como de productos culturales como Squid Games, Parasite, y últimamente la película K-pop Demon Hunters, constituye una ola cultural, que no solo refleja creatividad y éxito comercial, sino una dimensión central de la diplomacia actual del país. Como explica Park (2024), esta proyección cultural forma parte de una estrategia más amplia: la combinación de soft power y hard power en un enfoque denominado smart power.

En línea con la definición de Nye, el soft power surcoreano se ha construido sobre la capacidad de atraer sin coerción, mediante un ecosistema cultural que abarca música, cine, videojuegos, moda y gastronomía. Corea del Sur ha invertido en estas industrias desde la posguerra, utilizándolas como motores de reconstrucción económica y de posicionamiento simbólico. A diferencia de otros esfuerzos regionales, como los de China, cuyas estrategias culturales han enfrentado límites por su alto nivel de control estatal y prácticas de censura, la influencia surcoreana se ha beneficiado de un equilibrio entre creatividad social, participación ciudadana y proyección institucional. En palabras de Nye, el poder blando emana de la cultura, los valores políticos y las políticas exteriores; en el caso surcoreano, la coherencia entre democracia, innovación y dinamismo cultural ha reforzado la credibilidad del mensaje.

No obstante, Corea del Sur reconoce que el soft power, por sí solo, no basta para incidir en dinámicas geopolíticas. Por ello ha desarrollado un enfoque de smart power, es decir, la articulación del atractivo cultural con capacidades económicas, diplomacia y alianzas estratégicas. Un ejemplo fue la presencia del grupo coreano BTS en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2021. Estas intervenciones, no sólo amplifican mensajes, sino que sitúan a Corea del Sur como un actor moderno, tecnológico y culturalmente influyente.

El éxito internacional del K-pop ha contribuido también a consolidar una imagen de Corea del Sur como “nuevo modelo asiático del siglo XXI”, en palabras del analista Chung Min Lee (2014): una combinación singular de economía avanzada, herencia civilizatoria, democracia vibrante e innovación tecnológica. Esta percepción ha servido para fortalecer el estatus del país como middle power, facilitando una diplomacia cooperativa y orientada al multilateralismo. Corea del Sur ha cultivado la reputación de “buen ciudadano internacional”, especialmente en temas de desarrollo sostenible, cambio climático y participación en misiones de paz.

Sin embargo, el uso estatal del soft power también enfrenta límites y riesgos. La creciente conciencia gubernamental sobre el valor estratégico de la comunicación ha generado intentos de control y direccionamiento que, en algunos casos, han producido reacciones adversas. Campañas percibidas como excesivamente nacionalistas o intervencionistas provocaron críticas internas y sentimientos anti-Corea en Japón y otras regiones. Este caso evidencia que el soft power pierde eficacia cuando se percibe como propaganda estatal directa. Por ello, la gestión cultural más exitosa de Corea del Sur se ha canalizado a través de instituciones especializadas, como el Ministerio de Cultura, Deporte y Turismo, que mantienen un rol de apoyo y financiamiento, más que de control artístico. 

Finalmente, la estrategia de smart power se desarrolla en un entorno geopolítico complejo, marcado por la rivalidad entre China y Estados Unidos. Corea del Sur depende económicamente de China, mientras mantiene una relación histórica y de seguridad con Estados Unidos. Esta doble dependencia ha obligado al país a practicar una diplomacia equilibrada que no siempre satisface a sus aliados: China cuestiona la vigencia del alineamiento militar con Washington, mientras que la amenaza nuclear de Corea del Norte continúa limitando las perspectivas de paz y reunificación. En este contexto, el soft power y el smart power permiten reforzar la imagen internacional del país, aunque no pueden resolver por sí solos los desafíos estructurales de la península.

El K-pop, como vector global de identidad contemporánea, demuestra que el soft power del siglo XXI se construye tanto en los escenarios diplomáticos como en los algoritmos y las plataformas digitales, siempre que el Estado logre canalizar y no cooptar la creatividad que surge de su propia sociedad.

4.3 La competencia digital entre Estados Unidos y China

La rivalidad digital entre Estados Unidos y China se ha convertido en uno de los ejes centrales de la reconfiguración del poder global en estos tiempos. Como explica Navarro Lucio (2025), esta competencia va más allá del ámbito comercial y militar tradicional, llegando hacia espacios estratégicos como la inteligencia artificial, la computación avanzada, la gobernanza de datos y la infraestructura digital global. Ambos países buscan no solo ventajas económicas o de seguridad, sino definir los valores, normas y estándares que regirán el ecosistema digital internacional. Esta disputa, por su profundidad y alcance, está configurando un orden tecnológico fragmentado, con implicaciones sistémicas para la gobernanza global y el desarrollo de terceros países.

Un punto crítico del estudio de Navarro Lucio es la competencia por la infraestructura digital global, donde China ha impulsado la “Ruta de la Seda Digital” para expandir sus redes, satélites, centros de datos y tecnologías asociadas. Proyectos en países como Kenia, Brasil o Argentina muestran cómo China combina financiamiento, transferencia tecnológica y adopción de estándares propios, generando dependencia tecnológica y una creciente influencia política. Frente a ello, Estados Unidos ha respondido con iniciativas como “Clean Network” y laBlue Dot Network”, además de regulaciones y controles a la exportación de tecnologías sensibles. No obstante, Navarro Lucio señala que la capacidad estadounidense se ve limitada por problemas estructurales como la escasez de talento de ciencia y tecnología y la lentitud en inversiones estratégicas, lo que profundiza el riesgo de quedar rezagado en la carrera por la infraestructura del futuro .

China promueve un enfoque centrado en la seguridad nacional y el control estatal de la información. Estados Unidos, por su parte, defiende un modelo abierto y liderado por el mercado, reforzado con restricciones a la transferencia de datos sensibles hacia China y nuevos mecanismos regulatorios. Según Navarro Lucio, la coexistencia de estos modelos está fragmentando el orden digital al crear marcos regulatorios incompatibles que afectan el flujo global de datos, el comercio digital y la operación de empresas transnacionales .

El estudio también subraya que esta rivalidad genera riesgos de seguridad cibernético. Con el incremento del 150% de las operaciones de espionaje cibernético atribuidas a China en el período de 2024–2025, y con Estados Unidos reforzando sus capacidades defensivas y ofensivas, se amplía la posibilidad de escalamiento y de acciones en la “zona gris digital”,. Aunque existen ámbitos potenciales de cooperación, la desconfianza dificulta los avances. Esta situación incrementa la vulnerabilidad del sistema internacional y amenaza con convertir en una nueva cortina de hierro digital, caracterizada por estándares incompatibles, cadenas de valor divididas y un ecosistema digital crecientemente polarizado .

Finalmente, Navarro Lucio destaca la posición delicada de América Latina. La región se beneficia de la modernización que ofrecen los proyectos tecnológicos chinos, pero enfrenta dilemas de dependencia y pérdida de autonomía regulatoria. Al mismo tiempo, la falta de una estrategia digital coherente por parte de Estados Unidos abre espacios para que China amplíe su influencia estructural. Así, América Latina se convierte en un microcosmos de las tensiones globales: un espacio donde la diplomacia digital, la infraestructura, los estándares y el poder simbólico se entrelazan en la redefinición del orden mundial 

  1. Riesgos y desafíos del soft power digital 

El uso del soft power digital ha transformado la manera en que los Estados ejercen influencia, construyen reputación y movilizan audiencias globales. Sin embargo, este entorno digital, también expone a los países a riesgos: desde la desinformación hasta la manipulación de algoritmos y los contenidos falsificados mediante inteligencia artificial. El soft power digital se convierte así en un terreno donde la influencia puede coexistir con campañas capaces de minar la estabilidad política, la cohesión social y la credibilidad institucional.

En este contexto, resulta importante analizar tres grandes  riesgos: (1) la desinformación, propaganda y automatización maliciosa; (2) el manejo de crisis en plataformas digitales; y (3) las amenazas de deepfakes y la inteligencia artificial generativa. 

 5.1 Desinformación, propaganda y bots

Las redes sociales han facilitado la circulación de narrativas políticas, pero también han potenciado la difusión de contenidos manipulados, diseñados para impactar emociones y comportamientos colectivos. La desinformación se ha convertido en herramientas habituales del soft power digital, empleadas tanto por Estados como por actores políticos internos.

Un elemento central en estas prácticas es el uso de bots y cuentas automatizadas, diseñadas para amplificar de manera artificial los mensajes, generar tendencia o simular apoyo popular. Estas redes son capaces de posicionar temas, atacar a opositores, modificar percepciones y distorsionar el debate público. Su funcionamiento hace posible que un actor, cree miles de perfiles falsos que alteren el flujo informativo y den la impresión de una opinión inexistente.

La región latinoamericana ha sido escenario de múltiples casos que ilustran esta dinámica, y Ecuador ofrece un ejemplo claro. Investigaciones periodísticas han documentado el uso de bots vinculados a la promoción de la imagen de varios líderes políticos del país. Estos sistemas operan amplificando mensajes, atacando a críticos y generando actividad coordinada para influir en conversaciones durante momentos de alta sensibilidad, como elecciones o procesos judiciales. 

Este tipo de prácticas no sólo agudizan la polarización, sino que erosionan la confianza ciudadana. Para la diplomacia, constituyen un riesgo importante: campañas coordinadas de desinformación pueden desacreditar funcionarios, manipular narrativas sobre política exterior o interferir en procesos multilaterales. En un entorno donde la velocidad supera la capacidad de verificación, la lucha contra la automatización maliciosa se convierte en un desafío para los Estados y para cualquier estrategia de soft power responsable.

5.2  Diplomacia de crisis en redes sociales

Las redes sociales también han creado un nuevo entorno para la gestión de crisis diplomáticas. Si antes los incidentes entre Estados se procesaban mediante canales formales y discretos, hoy cualquier acontecimiento, como una declaración polémica, una filtración de documentos o incluso un gesto malinterpretado, pueden desencadenar una crisis digital inmediata.

La diplomacia tradicional se ve forzada a reaccionar en tiempo real, bajo la presión de audiencias que exigen respuestas instantáneas. El mal manejo de estas crisis puede generar consecuencias graves, como el escalamiento verbal entre gobiernos, deterioro de relaciones, afectación de reputación internacional e incluso impactos económicos. Un riesgo adicional es el fenómeno del “trial by Twitter” llamado de esta manera por Zeynep Tufekci, donde los Estados deben responder antes de tener información verificada, para evitar aparentar opacidad o debilidad. Esto incrementa las posibilidades de errores, contradicciones internas y mensajes que pueden interpretarse como señales equivocadas. En paralelo, actores maliciosos pueden aprovechar esta incertidumbre para diseminar narrativas falsas o exacerbar tensiones.

También, la diplomacia de crisis enfrenta división informativa: cada plataforma tiene públicos distintos y algoritmos que priorizan emociones sobre hechos. Las cancillerías, incluida la ecuatoriana, deben gestionar este complicado ecosistema manteniendo la coherencia de sus mensajes y evitando que la narrativa oficial sea desplazada por rumores o campañas organizadas. Esto nos obliga a desarrollar capacidades institucionales especializadas en monitoreo, verificación y respuesta.

5.3 Deepfakes y amenazas emergentes

Uno de los más grandes riesgos para el soft power digital viene de las tecnologías de inteligencia artificial generativa, los deepfakes, que son capaces de producir imágenes, audios o videos falsos con alta fidelidad. Permite replicar voces, recrear discursos inexistentes, simular escenarios bélicos o generar pruebas falsas que pueden afectar importantes decisiones o percepciones públicas.

Esto se convierte en un desafío. Por un lado, los deepfakes pueden limitar la confianza en la información: si cualquier contenido puede ser falsificado, la ciudadanía y los actores internacionales pueden comenzar a dudar también de las comunicaciones auténticas. 

Los hallazgos del estudio Deepfake Diplomacy and International Relations (Salih et al., 2024) muestran que estas tecnologías representan un shock para el ecosistema informativo internacional. Los autores explican que los deepfakes “tienen el potencial de derribar negociaciones delicadas, desencadenar costos políticos internos o generar percepciones de ofensa diplomática” cuando una pieza manipulada circula antes de que pueda ser verificada. Esto es llamado el  “liar’s dividend”, por el cual la existencia de tecnología sintética permite que incluso evidencia auténtica sea cuestionada. Esto debilita la confianza entre Estados y actores internacionales. Si cualquier video puede ser falsificado, y cualquier mensaje puede ser puesto en duda, la diplomacia, basada en la credibilidad se ve amenazada. Esto coincide con el argumento: cuando la autenticidad se vuelve incierta, la capacidad de influir mediante soft power disminuye.

Frente a estas amenazas, los países se enfrentan al reto de desarrollar marcos regulatorios, herramientas de verificación y mecanismos de cooperación. Sin coordinación internacional, la proliferación de deepfakes amenaza con fragmentar aún más el ecosistema informativo y poner a prueba la estabilidad del sistema internacional.

En conclusión, los riesgos asociados al soft power digital muestran que su influencia en la actualidad opera en un terreno prometedor y al mismo tiempo, lleno de retos. La desinformación, la diplomacia de crisis y los deepfakes desafían la capacidad de los Estados para proyectar una imagen coherente, creíble y segura. Estos fenómenos obligan a replantear la diplomacia pública, invertir en capacidades de ciberseguridad y promover estándares internacionales que regulen el uso de tecnologías emergentes. Sin esto, el espacio digital podría convertirse en un escenario de alta vulnerabilidad.

  1. Implicaciones para los Estados pequeños y medianos

6.1  Oportunidades para aumentar influencia

Como lo he mencionado anteriormente, la diplomacia digital abre un espacio para que los Estados pequeños y medianos amplifiquen su presencia internacional sin depender exclusivamente de recursos materiales o capacidades militares. Reduce las barreras de entrada al sistema comunicacional internacional y permite que países con limitaciones presupuestarias desarrollen estrategias de posicionamiento efectivas, especialmente cuando logran articular narrativas distintivas basadas en valores, innovación, cooperación técnica, liderazgo climático o modelos alternativos de desarrollo.

Asimismo, los formatos digitales favorecen la diplomacia pública directa, sin intermediaciones, lo que permite a estos Estados interactuar con contrapartes en tiempo real. El uso de redes sociales para responder a crisis, contrarrestar narrativas adversas o posicionar candidaturas, se ha convertido en un elemento importante. La transparencia generada por la comunicación digital también contribuye a reforzar la credibilidad de estos países, especialmente cuando actúan como constructores de consensos, promotores de la Agenda 2030 o defensores del multilateralismo.

De igual modo, las Misiones con pequeños equipos pueden aumentar su alcance mediante la automatización de boletines, la gestión integrada de plataformas y el uso de análisis de datos para identificar tendencias, intereses y oportunidades. Para muchos Estados, estas herramientas ofrecen una capacidad de proyección hacia una diplomacia más ágil y flexible.

6.2 Limitaciones estructurales y brechas tecnológicas

Pese a estas oportunidades, los Estados pequeños y medianos enfrentan restricciones que condicionan su participación efectiva en la diplomacia digital. En primer lugar, persisten brechas tecnológicas como las limitaciones de conectividad, la dependencia de proveedores extranjeros, insuficiente infraestructura de ciberseguridad y falta de personal especializado en análisis de datos, inteligencia artificial y gestión de crisis digitales. Estas condiciones generan vulnerabilidades frente a campañas de desinformación, ataques cibernéticos y deepfakes.

Además, la competencia en el espacio digital está influenciada por actores con mayores recursos, incluidos Estados con sofisticadas estrategias algorítmicas, empresas tecnológicas globales y organizaciones con acceso privilegiado a datos. Esto provoca una asimetría: incluso con mensajes de calidad, los países con menor visibilidad pueden quedar opacados por la maquinaria comunicacional de potencias que controlan plataformas, infraestructura digital y capacidades de amplificación.

Otra limitación se deriva de la institucionalidad diplomática tradicional, muchas veces poco preparada para operar con la velocidad y la lógica emocional de las redes sociales. Procesos internos lentos, requisitos de autorización y la ausencia de lineamientos claros pueden impedir respuestas oportunas. A esto se suman riesgos reputacionales, ya que un error comunicacional se viraliza rápidamente y puede erosionar la credibilidad exterior de un país pequeño.

Finalmente, existe una creciente dependencia de plataformas privadas cuyas reglas, algoritmos y políticas de moderación están fuera del control estatal. Esta dependencia plantea desafíos de soberanía digital, especialmente cuando contenidos oficiales pueden ser limitados, despriorizados o eliminados sin mecanismos claros de apelación.

6.3 Estrategias de adaptación institucional

Frente a este escenario, los Estados pequeños y medianos deben desarrollar estrategias de adaptación institucional para maximizar su presencia digital. Un primer elemento consiste en profesionalizar la diplomacia digital mediante la creación de unidades especializadas en comunicación estratégica, análisis de redes y gestión de crisis. 

Un segundo eje es la inversión en capacidades tecnológicas básicas como herramientas de monitoreo de tendencias, capacitación en inteligencia artificial y protocolos de protección frente a ciberataques y desinformación.

Los Estados también deben considerar enfocar su comunicación digital en áreas donde pueden generar una huella digital, como en el caso de Ecuador, el liderazgo en temas de migración, derechos humanos, lucha contra la delincuencia organizada transnacional, biodiversidad, etc. 

De igual manera, es importante buscar la colaboración regional como una herramienta de amplificación, dentro de grupos de interés común utilizando la coordinación comunicacional para aumentar la visibilidad colectiva. Compartir recursos, buenas prácticas y contenidos facilita superar limitaciones individuales. Asimismo, alianzas con academia, sociedad civil y sector privado pueden fortalecer la legitimidad y la creatividad del discurso digital.

Finalmente, la adaptación institucional requiere un cambio cultural: aceptar que la comunicación digital no es un accesorio, sino parte integral de la acción diplomática. Esto implica formar a diplomáticos en competencias tecnológicas, comunicación de crisis y ética digital, asegurando que todos los niveles de la cancillería estén alineados con una estrategia coherente.

  1. Conclusiones

La diplomacia digital ha redefinido el ejercicio del poder en el sistema internacional, al permitir que la influencia ya no dependa exclusivamente de la fortaleza económica o militar, sino de la capacidad para generar narrativas creíbles y emocionalmente resonantes en entornos comunicacionales altamente competitivos. En este nuevo escenario, los Estados pequeños y medianos enfrentan opportunidades y desafíos: pueden proyectarse globalmente con menores costos, pero también están expuestos a vulnerabilidades tecnológicas, asimetrías estructurales y un ecosistema dominado por actores con mayor capacidad de influencia algorítmica. Es importante desarrollar una cancillería más flexible, capaces de gestionar riesgos digitales, aprovechar herramientas tecnológicas y mantener una presencia estratégica constante.

  1. Bibliografía:

  1. Cull, N. J. (2009). Public diplomacy: Lessons from the past. Figueroa Press.

  2. Cull, N. J. (2019). Public diplomacy: Foundations for global engagement in the digital age. Polity Press.

  3. Dorantes, G. (2023). Diplomacia digital y poder en la era de la inmediatez. Fondo de Cultura Económica.

  4. Kan, P. R. (2024). Digital diplomacy and narrative warfare: Ukraine’s strategic communication during the Russian invasion. Journal of International Affairs, 77(2), 45–62.

  5. Lee, C. M. (2014). The Korean peninsula and the rise of middle powers. Asia Policy Institute.

  6. Melissen, J. (2005). The new public diplomacy: Soft power in international relations. Palgrave Macmillan.

  7. Melissen, J. (2011). Beyond the new public diplomacy. Clingendael Papers in Diplomacy, 3, 1–23.

  8. Navarro Lucio, M. (2025). Competencia digital y reconfiguración del poder global: Estados Unidos y China en la gobernanza tecnológica. Revista de Estudios Internacionales, 41(1), 89–118.

  9. Nye, J. S. (1989). Soft power. Foreign Policy, (80), 153–171.

  10. Nye, J. S. (2004). Soft power: The means to success in world politics. PublicAffairs.

  11. Park, A. (2024). Soft and smart power: The development of South Korean diplomacy. Global Affairs Review, 18(1), 22–39.

  12. Salih, M., O’Connor, T., & Weber, L. (2024). Deepfake diplomacy and international relations. Oxford University Press.

  13. Sánchez, J. (2014). Política exterior y diplomacia digital: Transformaciones del Estado en la sociedad red. Editorial Trotta.

  14. Tufekci, Z. (2017). Twitter and tear gas: The power and fragility of networked protest. Yale University Press.


No comments: